miércoles, 14 de septiembre de 2011

Cualquier tiempo presente es mejor


“La diferencia entre los Héroes y los Traidores es si tu bando es el que acaba victorioso o derrotado. En este caso, el mío es el derrotado” en estos lúgubres pensamientos voy inmerso, a ver si así olvido los males que me aquejan. El dolor de los pies marcado por la larga caminata, el frío y la humedad introduciéndose hasta mis huesos, el hambre, la tristeza y el pesimismo. Es entonces cuando oigo unas palabras dirigidas a mi, aunque sin llegar a reparar en ellas. Ante la insistencia, finalmente me doy cuenta que es a mi a quien están hablando y mi me vuelvo en esa dirección. Entre las tinieblas que envuelve la procesión de prisioneros a la que pertenezco distingo unos ojos brillantes que me observan desde una cara demacrada. Unos ojos y una cara que me son vagamente familiares pero que en ese momento no ubico. El rostro es el de una mujer que como yo, ronda la cuarentena. Viste uniforme masculino de infantería y botas militares. El peinado es corto y desordenado, posiblemente cortado a tijeretazos. En el frente es mejor no destacar, y una mujer lo hace demasiado, a menos que lo disimule vestida de soldado. “Perdona, que decías?” la pregunto. Ella me responde “yo a ti te conozco”. “Tú también me suenas”. “Creo que tú eres el que una vez fue el novio de mi hermana”. “Creo que sí. Te llamabas Maribel, verdad??”. “Sí”. “Eso fue como... hace 7 u 8 años verdad??” “Pues sí, por ahí”. “Oh... y qué fue de tu hermana??” “Huyó. A tiempo”. “Vaya, me alegro. Y lo siento por ti, claro”. “Ya...” Seguimos los dos juntos, silenciosos, al mismo paso, entremezclado en la columna de prisioneros que arrastran los pies hacia un destino que por conocido, no deja de ser menos horrible. Al cabo de un rato, pregunta “Puedo quedarme contigo?? Estoy sola y estoy aterrorizada”. “Te iba a pedir lo mismo”.


Seguimos avanzando en silencio. La noche es terriblemente húmeda y silenciosa, helada. Casi no se oye nada, excepto algún murmullo aquí, un sollozo ahogado. Los pasos arrastrados de nuestros compañeros de penurias y las botas de los soldados que nos custodian. Poco a poco me van asaltando los recuerdos de aquella época. Demasiados buenos momentos para esta situación, que ahora más parece una novela que hubiera leído e imaginado en vez de algo que hubiera sucedido realmente. Al cabo de un rato de silencio entre mi desgraciada compañera de viaje y yo, empezamos a hablar de lo que tenemos en común, su hermana, y después también de lo que fue de nosotros desde entonces. El sol, la felicidad, la complicidad, el futuro tan brillante con el que soñábamos. También de los momentos en los que coincidimos y compartimos juntos. Alguna comida en familia, bailes, las Navidades, cafés, la vez que quedamos para ir a comprar el regalo de cumpleaños de mi novia, su hermana. Y claro, finalmente tanto escarbar en el pasado, acabo por iluminar también la zona de sombra de aquella relación y el cómo y por qué acabó. Porque la razón por la que dejé a aquella muchacha es que empecé a enamorarme de ella, Maribel, su hermana. Metido en estas reflexiones dejo de hablar y recuerdo cómo nuestra relación de pareja al cabo de un tiempo se fue deteriorando. Ella no sabía qué me pasaba, no se lo explicaba. Asistía a mi lento alejamiento. Pero yo sí. Me fui separando de ella gradualmente, intentando evitar sin éxito unos sentimientos por su hermana que al principio yo negaba y después me poseían y finalmente me dominaban, así que un día me dí por vencido y la dejé. Atiné a excusarme con unas pobres mentiras habituales en estos casos y desaparecí de su vida. Tampoco me preocupé por si los sentimientos por Maribel eran recíprocos. No importaba. Aunque así fuera, jamás podríamos superar mi pasado con su hermana. En tal caso, yo no creo que pudiese volver a mirarla a la cara a mi ex pareja, y supongo que su hermana tampoco si algo sucedía entre ella y yo. Tampoco quería que peligrara el vinculo que había entre ellas. Y tomé la única solución que quedaba: huí.


Que duros e intensos fueron aquellos momentos, y qué poco importantes parecen ya a través del tiempo y la distancia, puesto que de otras vidas parecen que se trataban, y en cierta forma así era. Y ahora la vida con su crueldad habitual me presenta a aquella mujer causa de mis desvelos y a la vez verdugo de aquella relación y lo que entonces creía que era la felicidad. Y precisamente aquí y ahora, cuando parece que ya sólo me quedan unas horas de vida, entre este momento y el cadalso, cuando no queda ni tiempo ni medios ni fuerzas para poder rectificar nuestro terrible destino.

"Te amaba” Suelto de sopetón. “Eh??” “Que te amaba. Cuando salía con tu hermana. Me enamoré de ti.” “Oh” responde con toda la tristeza del mundo. “Es algo que nunca quise, y luché por evitarlo, con todas mis fuerzas. Pero no lo conseguí. Por eso realmente dejé a tu hermana y me largué”. “Claro, supongo que era lo correcto” “Tú no...??”. “No... Bueno, sí, también.”. “Vaya...”. “Te odié cuando desapareciste, pero creo que hiciste lo correcto. Hubiera sido un error, desde luego”. No hablamos más. Sólo le pasé el brazo por los hombros, ella el suyo por la cintura, y continuamos así el resto del camino a través de la noche, hasta que llegamos al final del recorrido.


Y el final no era otro que un complejo militar, la vía muerta donde íbamos a parar. Edificios cochambrosos convertidos en cárceles transitorias donde los presos pasaban unas horas o días antes de ser ejecutados miserablemente. Si los líderes del bando contrario no estuvieran todos locos, elegirían asesinar a los condenados más o menos cerca del lugar donde fueron capturados, lo cual supondría menos esfuerzos y recursos para sus tropas. Pero para ellos acabar con el enemigo no era suficiente. Deseaban dejar constancia de sus terribles crímenes, y para ello habían habilitado esta abominable fábrica de dolor y cadáveres que se levantaba ante nosotros como las puertas del averno. Hasta aquí llegaban los prisioneros por miles desde todas partes del territorio para encontrarse con la muerte.

El grupo al que pertenecemos finalmente llega a la entrada del recinto, donde nos paramos formando una desordenada fila a la entrada del mismo. Lentamente vamos moviéndonos hacia dentro, custodiados por los guardias a ambos lados. Tras unos minutos distingo qué es lo que sucede. Están dividiendo a los hombres y a las mujeres. A la izquierda ellas, a la derecha nosotros. Sé lo que está sucediendo, ya había oído hablar de ello. A las mujeres las separan para el uso y divertimento de los soldados, salvajes sin alma. Las que son más viejas tendrán hasta suerte, las utilizarán de sirvientas, aunque bajo una lluvia constante de amenazas, insultos, vejamientos y golpes. A las que su aspecto resulta mínimamente atractivo, las utilizarán de exclavas sexuales hasta que mueran por fatiga, desangradas o de pena y asco. Por otra parte a los hombres, que resultamos ser la mayoría, el destino será menos trágico y directo. Tras dejarnos un periodo indefinido de tiempo acinados en unos cuartuchos pútridos, nos ejecutarán sin más miramientos. No estoy triste, no estoy dolido, he tenido varios días para aceptar este final. Podría haber intentado huir, pero me habrían cazado, siempre lo hacen. Otros más fuertes y listos lo intentaron sin conseguirlo. Y el correctivo hubiera sido aún más duro. Habrían convertido lo que me queda de vida en un infierno. Sé de lo que hablo porque lo llevo viendo todos los días desde que emprendimos esta funesta marcha. Así mejor me dejan en paz para que vaya tragando mis miserias.

poco a poco nos acercamos a un par de soldados que buscan a las mujeres para que no se escape ninguna de su aciago destino. No parece que a ellos les haga mucha ilusión, quizás demasiados rostros han pasado ya por delante de ellos. Todavía tengo a Maribel asida por los hombros, y noto su temblor a través de los andrajos que nos cubren. “No dejes que me lleven”. “No lo haré” aunque no estoy para nada convencido de cómo lo voy a evitar. Pero las circunstancias se resuelven por si solas. Justo cuando vamos a llegar a los soldados, una hombre intenta mantener a su mujer junto a él. Entonces forcejea con uno de los soldados, llevado por la desesperación se ha olvidado de la prudencia. El soldado en cuestión le noquea con la culata del fusil y da con sus huesos en el suelo. Pero eso no detiene al soldado, que le golpea repetidas veces de la misma forma en el suelo. Mientras, el otro se lleva a la mujer entre sollozos y lágrimas. Finalmente, el primero saca una pistola y le descerraja un tiro en el estómago. Todo el mundo sabe que eso es sinónimo de una muerte lenta y dolorosa, en la que los intestinos se desangran poco a poco durante horas, puede que incluso días. Pero mientras todo esto sucede nosotros dos nos escabullimos discretamente por la columna de los hombres, gracias en parte también al disfraz de hombre de mi compañera, debido al corte de pelo y el uniforme militar.

La columna de prisioneros continua entre los edificios de color ceniza de planta rectangular y tres o cuatro alturas, a los que ya apenas les queda algún vidrio resquebrajado en sus ventanas, todos tan parecidos, todos tan tétricos. De vez en cuando, sin saber bajo qué criterios, nos van dividiendo en pequeños grupos que van introduciendo en alguna de las casas, como corderos divididos en cercados. Finalmente tanto a Maribel como a mi y una docena de hombres que están a nuestra altura de la columna nos llevan dentro de uno cualquiera de esos edificios. Subimos un par de plantas, donde nos acinan en una habitación. La penumbra del amanecer se cuela por la ventana dejando ver un cuarto vacío, sucio, perfectamente rectangular. En las paredes no hay nada, sólo el hedor a sudor, tristeza, angustia y orines de los múltiples inquilinos que nos han precedido. Exhaustos, dolidos, aturdidos, el grupo de prisioneros nos repartimos por el espacio del que disponemos para finalmente deslizarnos hasta el suelo, yo con ella a mi lado.


Poco a poco se van sucediendo las horas. Las corrientes de viento atraviesan la estancia, incomodándonos. Aunque eso sólo es una parte de las innumerables molestias que nos impiden caer en un necesario sueño, puede que el último de nuestra existencia. Aunque a veces cabeceamos, la mayor parte permanecemos despiertos. En estos lapsos de consciencia, continuamos hablando. En uno de ellos me aventuro a comentar lo que me ronda la cabeza. “Oye, ¿por qué el maldito destino nos ha juntado en este miserable momento?” “¿Tú crees que es cosa del destino?” “La puta casualidad no creo que haya sido. Me parece imposible que haya sido cosa de la casualidad” Después de un rato de reflexión, tanto que creía que se había olvidado de la conversación, responde “Puede que tuviéramos que estar juntos, después de todo. Seguramente si hay algo que nos controle por encima de nuestro libre albedrío, ese algo nos permite que en nuestros últimos momentos nos podamos tener el uno al otro para hacer que todo esto sea más fácil” “Me gusta esa idea, me ayuda a creer que todo lo que me ha sucedido para llegar aquí no sea una equivocación, sino la consecución de nuestra forma de actuar”. Después de una pausa divago susurrándole mis pensamientos, sin atreverme a mirarla. “Imagínate que no hubiera salido huyendo, y que me hubiera enfrentado a mis sentimientos. Que les hubiera hecho frente y que lo que podría haber pasado entre nosotros hubiera sucedido realmente. Y que a pesar de todo el dolor que nos hubiera acontecido entonces, finalmente hubiera merecido la pena. Y ya puestos a imaginar, por qué no, siguiendo ese camino, hubiéramos conseguido salvarnos juntos de esta guerra, de este horror, de este miserable final y de la inevitable muerte que nos espera dentro de poco” Mientras hablo mis pensamientos se enredan con la imaginación que me presenta esa hipotética alternativa, provocándome lágrimas que se deslizan arrastrando la suciedad y el polvo que cubren mis mejillas. Pero también una ligera mueca. Lo que podría llegar a ser una sonrisa. Ella se abraza más fuerte contra mi. “Ojalá. Pero aquí estamos. O puede que realmente sucediera de otra forma, en otra realidad. En otro universo. Si es verdad eso de que cada decisión que tomamos implica otra realidad alternativa, puede que en otro universo nos salváramos, que fuéramos todo lo felices juntos que no fuimos en en éste separados, y que tuviéramos una vida juntos”. “Aunque claro, eso nunca lo sabremos.” “No, no lo podremos saber. Pero me consuela pensar que así es... Sí. En otro universo lo conseguimos. En este estamos jodidos, pero en otro somos felices.” “¿Sabes que el desearlo no lo hace realidad, no?” “Sí, pero el soñar que así es me hace sentirme viva aún en este momento, y eso no me lo puede quitar nadie”. “Sí, es verdad. Es mejor pensar que así fue y así será”. Después de ésto nos quedamos en silencio, pensativos. Yo intentando imaginar cómo sería si hubiéramos acabado juntos realmente. Quiero imaginar que ella también lo está imaginando. Y así, poco a poco conseguimos quedarnos traspuestos y que el sueño nos librara momentáneamente de nuestros males


Ya está anocheciendo cuando el chirrido metálico de los goznes de la puerta me saca del ligero sueño en el que me encontraba dormitando. Apoyada en mi costado se encuentra Maribel, que se vuelve y me mira con los ojos brillantes. Tristes, brillantes y hermosos, a pesar de todo. Creo que ha estado llorando. Me pregunto cómo todavía le quedan lágrimas. Quien entra a través de la puerta es un grupo de media docena de soldados que nos encañonan sin ningún miramiento. Así que nos ponemos en pie los que no lo estamos y recorremos el camino inverso hasta la puerta de la calle. Podríamos hacernos los ingenuos y preguntarles a los guardias armados que a dónde nos dirigimos, pero es gastar saliva inútilmente. Lo sabemos perfectamente. En el exterior una suave lluvia cae con constancia, mojando sin llegar a empapar. Empezamos entonces la procesión más oscura que pudiera imaginar. Tras salir de la zona de edificios, nos movemos por un camino de tierra, recto, que se abre paso a través de una espantosa cuadrícula formada por montículos de tierra de planta rectangular,todos del mismo tamaño, un par de metros de ancho y unos cuantos metros de largo. Una cuadrícula que se extiende decenas, cientos de metros a los lados. No puedo dejar de mirar espantado a mi alrededor. Mientras, siento la mano de ella apretándome fuerte la mía, transmitiéndome el mismo horror y angustia que ya hay en mi interior. Finalmente los montículos dejan paso a oscuros agujeros excavados en la tierra, de las mismas dimensiones, pero con un metro aproximadamente de profundidad. Las excavadoras se afanan a no mucha distancia en sacar y meter tierra de diferentes agujeros. Hasta que por fin nos desvían hacia uno de ellos, donde nos está esperando un oficial, quieto, como una estatua. Los soldados nos colocan hombro con hombro de espaldas al agujero, y a su vez se colocan frente a nosotros, fusil en ristre. Después de unos segundos de silencio, el Oficial empieza a decir unas palabras, seguramente una fórmula protocolaria repetida ya decenas de veces, sobre la razón de lo que va a suceder en unos instantes. Poco me importa ya, lo único que me interesa es la mujer que se encuentra a mi lado. Me vuelvo hacia ella, ella se vuelve hacia mi. En la oscuridad nos estrecharnos de nuevo la mano. “Es el fin, me temo. ¿Estás triste?”. “Sí, pero no sólo eso. También siento calma y paz en mi interior, ya que vas a ser tú lo último que vea, y no se me ocurre ninguna imagen mejor que llevarme a la muerte.” “¿Entonces, puedo decirte ya que te quiero?” “Puedes, puesto que yo también te quiero”. Ya no nos decimos más con la voz, el resto nos lo decimos con los ojos. Mientras, el Oficial ha terminado su letanía. Es la señal que esperan los soldados para levantar sus armas hacia nosotros. Un resplandor y un estruendo llenan la oscuridad.


Un resplandor y un estruendo llenan la oscuridad, despertándome de un inquieto sueño. La tormenta está estallando sobre la ciudad y el viento entra por la ventana abierta a la noche de verano, agitando las cortinas. Por suerte parece que Maribel no se ha despertado. Con sigilo me acerco a la cuna de las gemelas. Parece que duermen plácidamente. Voy a la cocina a beber un vaso de agua. Mientras, observo la tormenta. No tardo mucho en acordarme de lo que ocurre, allí, en mi tierra, a miles de kilométricos del pequeño apartamento. Bueno, hace 8 años que ya no es mi tierra, desde que salí con mi mujer huyendo de allí, de nuestro pasado. Me duele, claro, pero no siento ese país como mío. O a lo mejor es una excusa que me pongo porque soy un cobarde. Pero no, es aquí donde tengo que estar, cuidando a mi familia. Por favor, que se acabe esto de una vez.

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